Por Mariano Nieto Navarro
Al hablar de discriminación por maternidad se suele pensar en primer lugar en los perjuicios que sufren las mujeres en el mercado laboral por el hecho de ser o poder ser madres. Aquí, sin embargo, me voy a referir a la discriminación que por la misma causa sufren las mujeres en el trabajo de cuidados no remunerado, las comúnmente denominadas “tareas domésticas”.
Es evidente que todas las personas necesitamos ser cuidadas. No lo es tanto, especialmente para los hombres, que todos y todas necesitamos también cuidar de nuestros semejantes para tener una vida plena.
El trabajo de cuidado tiene dos dimensiones, una material y otra afectiva. La dimensión material se puede compartir, la dimensión afectiva es intransferible.
Si hay sobrecarga de tareas de cuidado material, la dimensión afectiva se resiente. Es difícil dar cariño cuando se está agotada/o.
Por su parte, la dimensión material del cuidado, a su vez, tiene dos aspectos: uno es el ejecutivo, el otro es el organizativo; ocuparse y pre-ocuparse. En la parada del autobús escolar, una de las madres (sólo hay mujeres esperando, madres y empleadas del hogar) comenta: “si yo le dijera a mi marido que se ocupe de recoger al niño, vendría el primer día pero después se le olvidaría cada dos por tres”. Cuando los hombres nos implicamos en tareas de cuidado, en general asumimos la labor ejecutiva, el ocuparse, pero difícilmente nos pre-ocupamos porque preferimos ir “a remolque”: “tú dime lo que tengo que hacer y yo lo hago”. Preferimos desentendernos y criticar a las mujeres porque son unas histéricas que se preocupan demasiado. Y si decidimos pre-ocuparnos, nos creemos más capacitados para la organización que las mujeres y nos ponemos a dar lecciones sobre cómo se deben hacer las cosas a quienes llevan siglos haciéndolas sin reconocimiento social.
En otro orden, podemos hablar de tres tipos de cuidados: el auto-cuidado, el cuidado recíproco y el cuidado de personas dependientes. El primer tipo de cuidado es reflexivo, hacia unx mismx; el segundo tipo es bidireccional, el tercero es unidireccional.
Los hombres, por diversos motivos, tenemos importantes déficits en la práctica de los tres tipos de cuidados.
La falta de auto-cuidado de los hombres se produce en muchos aspectos de la vida, desde la falta de higiene personal o doméstica, hasta las adicciones o la asunción irreflexiva de conductas de riesgo en la conducción de vehículos o en deportes extremos. Esto se refleja en mayores tasas de alcoholismo, de accidentes de carretera o de lesiones deportivas.
La falta de auto-cuidado de cada hombre sobrecarga a las personas allegadas, principalmente mujeres, que deben asumir como trabajo extra las tareas materiales y mentales de cuidado que uno no hace por sí mismo.
La falta de reciprocidad en el cuidado también es característica de los hombres. Crecemos con la idea de que tenemos derecho a ser atendidos en todo momento, sin que sea necesario corresponder. Somos el centro del universo y las mujeres giran como planetas a nuestro alrededor. Algunos, presuntamente más progresistas, al ser preguntados por lo que dan a cambio a sus parejas responden que su aportación es “no interferir” en su camino, “dejar que ella sea lo que quiera ser”, como si renunciar a la intromisión y control masculino de la vida de ella fuera una forma de cuidado y no una cuestión de dignidad y justicia. Y sin darse cuenta de algo tan sencillo como que la primera muestra de reciprocidad es compartir al 50% las tareas domésticas.
La falta de reciprocidad supone igualmente una sobrecarga para las mujeres, que deben realizar prácticamente solas tareas tan importantes -y tan consumidoras de tiempo y recursos- como las domésticas (limpiar, lavar, cocinar,…) o las de mantenimiento de las relaciones.
Por último, los hombres evitamos en general (siempre hay excepciones, afortunadamente), por diferentes medios y con múltiples excusas, hacernos cargo del cuidado de personas dependientes: menores, personas enfermas o discapacitadas, personas mayores. Para qué ocuparme de mi madre mayor si ya tengo a mi mujer que se ocupa de ella mientras yo me dedico a cosas más importantes (mi trabajo profesional o mis aficiones, quién sabe). Olvidando, por otra parte, que todos hemos sido y seremos dependientes en algún momento de nuestra vida.
Todas las estadísticas sobre uso del tiempo revelan que los hombres dedicamos mucho menos tiempo diario al trabajo de cuidado que las mujeres, aunque se ha producido una ligera reducción de la diferencia en los últimos años.
¿Por qué los hombres somos tan refractarios a corresponsabilizarnos de las tareas de cuidado? Desde mi punto de vista, son cuatro los factores que influyen:
- La opción ética personal, es decir, la decisión voluntaria de cada uno de implicarse o no implicarse, en lo grande y en lo pequeño (el trabajo de cuidado implica hacer muchas cosas “pequeñas”). Por ejemplo, uno puede elegir permanecer sentado al acabar la comida (si se lo consienten) mientras otras personas (normalmente mujeres) se levantan a recoger la mesa y la cocina. O puedo elegir no ser un caradura, levantarme y compartir el trabajo.
- El factor subjetivo: cómo nos percibimos a nosotros mismos. Según el estereotipo de género, ser un hombre es, fundamentalmente, no ser una mujer, y las tareas de cuidado se consideran tradicionalmente femeninas. Además, desde pequeñitos los hombres aprendemos que uno vale lo que vale su trabajo profesional, que la misión de un hombre es proveer el sustento para “su” familia, de la que él es “cabeza”, y si no se es capaz de eso se es un fracasado. El centro de la vida de un hombre es su trabajo profesional. No hay lugar en este imaginario masculino para el trabajo de cuidado. Y no hay que subestimar la fuerza de este estereotipo, a pesar de que las cosas parezcan haber cambiado.
- Habilidades aprendidas: el trabajo de cuidado implica relación personal y capacidad para detectar las necesidades de las otras personas. Exagerando, mientras las niñas hablan con las muñecas y aprenden a relacionarse y a estar atentas a las otras personas, los niños solo se relacionan con cosas, dando patadas a un balón o haciendo “brumm, brumm” con un coche de juguete. Estas habilidades de atención y relación se pueden aprender de adultos, pero cuesta tiempo y esfuerzo.
Lo que no es de recibo son las excusas como que “a mí se me da mal planchar” o “no sé cómo se pone la lavadora” en hombres que, en su trabajo profesional o por afición, son capaces de aprender el manejo de aparatos y programas complejos.
- Las condiciones materiales en las que se desenvuelve nuestra vida. Vienen determinadas por el entorno socio-económico (prácticas culturales y empresariales, horarios, organización social, etc.) y por las políticas públicas (leyes e inversiones). Si mis ingresos me lo permiten, pagaré a alguien que cuide por mí (ya sea mi esposa, a la que mantengo para que se quede en casa, o una criada, mujer también, sin contrato o con el contrato súper-precario y fuera del Estatuto de los Trabajadores que se aplica a las empleadas del hogar). Si mi empresa tiene horario partido hasta las 7 o las 8 de la tarde, difícilmente podré llegar a casa para ayudar a estudiar a mis criaturas o para preparar cenas y baños. Si las decisiones de mi empresa se toman por canales informales en torno a una cerveza al final de la extensa jornada laboral, yo “no tendré más remedio” que quedarme hasta esa hora tardía e irme a tomar esa copa con el jefe, si no quiero quedarme rezagado en la jerarquía. Si no tengo permiso laboral para cuidar de mis criaturas, dejaré el cuidado del bebé en manos de mi mujer, que sí lo tiene.
Todos estos factores están, evidentemente, interrelacionados y se refuerzan mutuamente para hacer que los hombres nos excusemos y nos situemos al margen de las tareas de cuidado.
Si estamos de acuerdo en que la falta de reparto equitativo de este trabajo es una clara discriminación hacia todas las mujeres ¿cómo podríamos impulsar un cambio masivo en los hombres para que asuman lo que sus privilegios actuales les permiten evitar?
Habría que influir en los cuatro factores mencionados más arriba. Hasta la fecha se ha hecho algún esfuerzo por incidir en los tres primeros (la opción ética personal, la subjetividad teñida por el estereotipo y las habilidades aprendidas) a través de la educación reglada (el sistema escolar, que debe transmitir la igualdad de género como un valor “transversal” en todas las asignaturas –otra cosa es que realmente lo haga-) y de la educación no reglada (las campañas publicitarias o de “comunicación” y el fomento de los grupos de hombres por la igualdad desde las instancias públicas). Los efectos de las muy escasas medidas y acciones emprendidas en este sentido se verán, en todo caso, a largo plazo. Y ante los magros resultados siempre queda la excusa de que cambiar las mentalidades es muy difícil, por no decir imposible (ya lo decía A. Einstein: “es más difícil desintegrar un prejuicio que desintegrar el átomo”).
Sin desmerecer esta vía educativa en la que, por otra parte, creo que no se ha hecho ni de lejos todo el esfuerzo necesario (ni en formación del profesorado, ni en campañas publicitarias ni en fomento público de los grupos de hombres por la igualdad), me parece que el cambio masivo de los hombres sólo se producirá cuando las condiciones materiales (el cuarto factor) cambien de tal manera que los varones tengamos la posibilidad (en positivo) y no tengamos más remedio (en negativo) que implicarnos al 50% en las tareas de cuidado.
Salvando todas las distancias, el cambio necesario sería parecido al requerido de las personas fumadoras respecto del privilegio que tenían de poder desarrollar su actividad placentera en cualquier lugar aún a costa de las salud de la gente de alrededor. Por muchas campañas educativas que se hicieron, muy pocas personas fumadoras renunciaron a su privilegio de realizar su actividad placentera en cualquier parte, aunque ello perjudicara o discriminara a otras. Solo la modificación de la ley cambió de tal manera las condiciones materiales que estas personas se vieron obligadas a renunciar a su privilegio. Y eso que mucha gente decía que la ley no se respetaría porque iba a ser imposible cambiar la mentalidad y una “cultura” del cigarrillo tan arraigada en nuestra sociedad. Pero el efecto combinado coactivo y pedagógico de la ley ha sido espectacular, y ahora incluso la mayoría de las personas fumadoras lo agradecen porque se ha dado un paso adelante en la justicia y la calidad de vida de todo el mundo.
Mutatis mutandis, algo así es lo que necesitamos para que los hombres renunciemos masivamente a nuestro privilegio de no tener que cuidar. Las medidas educativas pueden tener su influencia a largo plazo, si se toman en serio por parte de las autoridades. No se deben descartar. Pero lo que realmente puede provocar un cambio masivo a corto o medio plazo es el cambio de las condiciones materiales que impiden a los hombres participar al 50% en las tareas de cuidado y les permiten justificarse y “escaquearse” permanentemente.
El cambio en las condiciones materiales se puede producir a través de reformas legislativas e inversiones presupuestarias que compondrían una reforma integral del sistema público de cuidados en España. Algunas de las reformas legislativas posibles (sin pretensión de ser exhaustivo) son:
- Implantación real de la Ley de Dependencia, suprimiendo el art. 18 –las ”paguitas” a las cuidadoras en el entorno familiar- y creando una verdadera red de servicios públicos profesionales domiciliarios, ambulatorios y residenciales
- Universalización de la Educación Infantil pública, gratuita y de calidad de 0-3 años
- Reforma de Horarios Laborales (horario laboral obligatorio continuado de 8 a 15:30 o de 9 a 16:30) y reducción de la Jornada Laboral a 35h semanales
- Permisos de maternidad y paternidad iguales, intransferibles y pagados al 100%
La implantación de tales medidas supondría una verdadera reforma estructural, que cambiaría aspectos fundamentales de la economía y la sociedad, y tendría efectos duraderos. De entre todas ellas, la última es la más inmediata, fácil y barata de implantar. No sólo impulsaría la participación equitativa de los hombres en las tareas de cuidado, reduciendo la discriminación de las mujeres en el entorno doméstico por causa de las atribuciones tradicionales asociadas a la maternidad, sino que también reduciría la discriminación de las mujeres en el entorno laboral por la misma causa. Además, la reforma del sistema de permisos sería emblemática y tendría un poderoso efecto pedagógico para el cambio de mentalidades, como se ha visto por la experiencia internacional.
Tenemos a nuestro alcance el acabar con o, al menos, reducir muy significativamente la absolutamente injusta discriminación que sufren todas las mujeres por causa de la maternidad en el entorno laboral y en el entorno doméstico. Lo que necesitamos es, por un lado, dejar de aproximarnos a la cuestión como solo un problema de mentalidades y, por otro lado, políticos y políticas con visión amplia, convicción y coraje suficiente para abordar las reformas necesarias.